(parte 1 de 2)
Lo recuerdo muy bien. Recuerdo el momento exacto en que mi vida entera cambió, y me di cuenta de que ya no estaba pensando “si me hiciera musulmana”, sino que había comenzado a pensar “cuando me haga musulmana”. Ya no era una opción para mí. Se hizo inevitable.
Darme cuenta de eso fue como un baldado de agua fría. Fue como el momento en que te das cuenta que has olvidado algo importante en casa y tu estómago se retuerce y no puedes respirar.
En ese momento, me di cuenta de que ya no era la chica estadounidense que quería convencerme que era, y que hacía ya mucho tiempo que no era esa chica. Recuerdo el sol en la nieve. Recuerdo la carretera frente a mí. Recuerdo haber olvidado, por un segundo, hacia dónde estaba manejando. Y recuerdo estar asustada, inequívoca e irracionalmente asustada.
Esta consciencia, esta conversión de mi ser, había tomado décadas en llegar. Cuando la gente dice —cuando la religión dice— que nacemos musulmanes por voluntad de Dios, no lo dudo. Yo realmente lo era, y sabía que lo era, aunque no sabía exactamente quién era hasta ese momento.
Sin embargo, sabía lo que no era. No era una cristiana católica, no importaba cuántas avemarías rezara ni cuántas cruces llevara, ni a cuántas misas me llevara mi madre. Estudié y recé y busqué una respuesta final a las preguntas que me atormentaban, mientras que todo el tiempo una vocecilla en mi corazón roía las cuerdas de mi alma.
Hubo una serie de eventos a lo largo de mi vida, leyendas, memorias propias, y sueños que no tenían sentido cuando los soñé, pero que se han vuelto claros ahora que sé lo que sé.
Mi primera introducción breve al Islam llegó en forma de un libro llamado El Rey del Viento, de Marguerite Henry, que relata la historia de un niño de establo marroquí y su potro especial. Yo era una ávida lectora a edad temprana.
A pesar que no recuerdo cuántos años tenía en esa época, recuerdo vívidamente la parte sobre el ayuno en el mes de Ramadán. Considero que este fue el despertar original de mi corazón a lo que realmente era, pero sin ninguna otra exposición seria al Islam en los años posteriores a la lectura del libro, lo perdí todo de nuevo.
Algún tiempo después, asumiendo que tenía unos ocho años de edad cuando leí El Rey del Viento, entonces tendría unos doce años cuando me vi acosada por sueños misteriosos que no entendía muy bien sobre cosas de las que no sabía nada. No me asustaban, eran más bien reflexiones de mi subconsciente sobre el anhelo que tenía dentro.
El que recuerdo más vívidamente fue uno en el que estaba de pie en una habitación perfectamente cuadrada, con paneles de madera y una alfombra de diseños que apuntaban a una dirección. Había lámparas ardiendo para iluminar la habitación.
A mi lado izquierdo había una pantalla de madera tallada tras la cual había otro cuarto, una habitación que en este sueño sabía era la que utilizaban las mujeres. También sabía que una mujer como yo no debía estar en la habitación en la que me encontraba.
No solo estaba parada en esta habitación prohibida, la habitación de los hombres, sino que también estaba allí sin nada que cubriera mi cabeza.
Como niña cristiana de doce años de edad, el concepto de habitaciones separadas para hombres y mujeres, y el concepto de cubrir mi cabeza eran cosas de las que nunca me habían hablado ni a las que hubiera estado expuesta. Sin embargo, en este sueño sabía que estaba obrando mal, y que tenía que hacerlo bien, y no había preguntas en mi corazón de por qué.
Sentí el amor y la preocupación del Dios misericordioso observándome de pie en aquella habitación, y sentí como si hubiera abandonado a mi Creador. Este sentido de vergüenza y tristeza es lo que recuerdo más vívidamente del sueño, aunque podría dibujar la habitación y el panel tallado. Los recuerdo muy bien.
También recuerdo el vestido pasado de moda que llevaba puesto. A pesar que en el sueño no entraba en ella, recuerdo también cómo se veía la sección de mujeres. Considero este sueño la razón por la que me siento tan fuerte respecto a vestir hiyab, siento que Dios me estaba preparando para las cosas que iba a necesitar hacer una década después.
Hubo otros sueños, visiones fugaces de cosas como barbas Sunnah, que no tenían sentido en ese momento. Fue una década más tarde, quizás cinco meses antes que me convirtiera, que llegó mi último sueño. No fue tanto un sueño sino más bien una visión espontánea.
Acababa de terminar una conversación telefónica con un conocido musulmán, en la que él había bromeado acerca de convertirme. Estaba convencida de que mientras respetaba el Islam, no creía en él, y luchaba mucho para mantenerme en esta negación. Tenía tanto miedo que no quería reconocer quién era ya. Pero Dios tenía una idea distinta.
Un instante después que terminé la llamada, me tumbé en la cama, cerré mis ojos e instantáneamente me elevé a otro nivel. Ante mí había una mujer de pie cubierta de negro de la cabeza a los pies, y llevaba en su rostro lo que me pareció una máscara ninja: un velo que cubría la mitad inferior de su cara, pero que estaba conectado a la parte superior por una franja delgada que le recorría la nariz entre sus ojos.
Quedé fascinada y aterrada por ella. Me acerqué a mirar, y en ese momento me di cuenta de que era yo detrás del velo, y que me estaba mirando a mí misma con un “te lo dije” en los ojos, como si estuviera viendo a un espejo.
Retrocedí horrorizada, salté fuera de la cama y tiré mi teléfono por el piso. Estaba aterrada, estaba estupefacta, y una partecita dentro de mí sabía que esto era el comienzo del fin de todo aquello con lo que me sentía cómoda. Sabía que había tenido una visión de mi futuro.
(parte 2 de 2)
Mis exploraciones iniciales sobre el Islam comenzaron justo después del 11 de septiembre de 2001. Estaba en mi primer semestre de universidad y tenía 18 años.
Trabajé con una muchacha de Arabia Saudita. Fui tutora de una chica pakistaní con el rostro cubierto, y fui amiga de un muchacho de Palestina. Todos ellos eran musulmanes en mayor o menor grado, y todos eran personas a las que nunca había cuestionado antes en relación a sus creencias.
La chica a la que serví de tutora, desde entonces, se convirtió en una de mis mejores amigas en la Tierra, y yo quería hablar sobre su cultura todo el tiempo. Sin embargo, después del 9/11, comencé a cuestionar más en profundidad el Islam y sus creencias.
Mi razonamiento fue que conocía a estas personas musulmanas, y ninguno de ellos era terrorista, ni ninguno era extremista. Y sentí lástima porque debido a su afiliación religiosa, fueron objeto de una inmensa cantidad de odio, sobre todo en los primeros meses después de los ataques.
Quería saber más para aconsejar a mi familia y a mis amigos contra el odio, y quería saber más porque cuando no entiendes algo, le temes.
Llegué incluso al punto de pedir prestados una abaya, un hiyab, y un niqab de mi amiga pakistaní y ponérmelos para la universidad y el trabajo para saber así cuán diferente me tratarían en estas ropas de la forma como me trataban siendo una chica estadounidense normal en cualquier otro día.
La diferencia fue extrema. Fue duro, y en algunos momentos, incluso me hizo llorar. Mi respeto para con mi amiga creció, y no ha flaqueado en todos estos años desde entonces. Ella fue, es y seguirá siendo, mi heroína.
Ella y otro amigo muy cercano —un hombre que es converso él mismo y se crio en circunstancias similares a las mías— fueron dos de mis mayores influencias.
Pasé horas y horas sentada con mi amigo converso hablando sobre Islam —por qué se convirtió y cómo lo hizo, y toda la información que tenía para darme, me la dio gratuitamente.
Él había hecho las mismas preguntas que yo le hacía y sabía sus respuestas. Si no fuera por él, no sería la musulmana que soy hoy día. Mi entendimiento del Islam creció de forma sostenida a un ritmo lento durante los siguientes tres años y medio.
Respetaba el Islam, pero no había llegado al punto de pensar que me gustaría convertirme en musulmana. Y al final, sería la decisión más difícil de mi vida.
Aquí llego a un punto de mi historia que a veces cuento y a veces no. Lo importante es el esquema general de cómo me hice musulmana, pero cuando se trata de la médula misma de por qué me convertí, no tiene importancia. Sin embargo, ya que quiero ser honesta con ustedes, mis lectores, siento que es algo importante de contar.
La primera pregunta que recibo de otros musulmanes cuando ven mi hiyab es: “¿Eres musulmana?” Y entonces, el 99% del tiempo, la segunda pregunta que me llega es: “¿Estás casada con un musulmán?” El sentido es si me casé con un hombre que era musulmana y luego me convertí bajo su influencia.
A esto siempre respondo que no, pero decir que ningún hombre tuvo nada que ver sería mentir. El paso final hacia mi conversión fue involucrarme con un musulmán. Para su privacidad, y por respeto a él, no hablaré mucho al respecto, pero siento que debo tocar el tema.
Esto es porque la gente que ve a una mujer o a un hombre que se ha convertido mientras estaba casado o involucrado con una persona musulmana, cree que ellos lo hicieron por sus parejas. Quiero ser un ejemplo permanente de que no, esto no es siempre automáticamente de ese modo.
Si me hubiera convertido por él, me habría casado con él cuando me lo propuso, pero no lo hice, y esa fue la segunda decisión más difícil de mi vida. Él no estaba en mi destino, él era la puerta por la que necesitaba pasar. Fue a través de él que conocí a algunas de las personas que son las más importantes de mi vida, como persona y como musulmana.
La familia Osman me acogió sin miramientos. Ellos ni siquiera le reprocharon a mi novio que me llevara con ellos, y los respeto por eso y por muchas otras cosas. Recuerdo que la primera noche que los conocí me hicieron sentir “en casa” junto con ellos, y lo mucho que me hicieron sentir parte de ellos.
Creo que el padre sabía, que Dios puso en su corazón el conocimiento, de que yo era alguien que ellos debían acoger. Puedo decirles, queridos lectores, con 100% de convicción, que si nunca hubiera conocido a la familia Osman, nunca me habría hecho la mujer musulmana que soy, y posiblemente nunca habría abrazado el Islam.
Bhai-ji y su familia fueron y son mis grandes héroes, mis grandes amores, y mis mayores influencias, así como mis mayores maestros. A ellos les debo todo.
Cuatro meses después de conocerlos, a comienzos de marzo de 2005, y no mucho después del momento en que iba manejando y me di cuenta de en quién me había convertido, hice mi Shahadah en la sala de su casa, rodeada de la gente que me ha amado más de lo que jamás entenderé.
El sentimiento dentro de mí en el momento después que juré a la creencia más verdadera que jamás he tenido: “Atestiguo que no hay divinidad sino Dios y atestiguo que Muhammad es el Mensajero de Dios,” es un sentimiento que jamás podré describir con palabras.
Sentí como si brillara tan fuerte desde mi interior, que explotaría en chispas de luz. Sentí la mano de Dios dentro de mí llevándose mis pecados y haciéndome nueva. La felicidad suprema de ese momento, vivirá en mí por siempre, porque vislumbré el paraíso en ese segundo eterno.
Recuerdo el momento en que supe que todo había cambiado. Recuerdo el momento en el que todo cambió. A lo largo de mi vida, siempre fui la persona que soy ahora, por la voluntad de Dios, solo que me tomó 22 años llegar a darme cuenta de ello.
Desde ese día, desde esa decisión, nunca he mirado hacia atrás. Nunca he lamentado lo que hice puesto que he encontrado más sentido y más placer en mi vida este último año y medio de lo que lo hice en los 22 años que me llevaron a ello.
Nunca seré nadie distinto a quien soy ahora. Y esa, amigos míos, es la verdadera conversión de mi alma.
Source: https://www.islamland.com/esp/articles/molly-carlson-excristiana-estados-unidos